Las primeras cruces sin sevillanas

Artículo de Eduardo D. Vicente publicado el 6 de mayo de 2015 en la sección "Tal como éramos" de La Voz de Almería. 

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A comienzos de los años setenta la fiesta de las cruces conservaba un tipismo antiguo, alejado todavía del folclore andaluz que fue adquiriendo con el tiempo y más cercano a la identidad del barrio que la instalaba.

Mayo era entonces el mes de las flores a la Virgen, cuando en los colegios, por las tardes, los niños y niñas le llevaban las flores a María y a coro le cantaban su canción. Mayo nos traía aquellas tardes largas y profundas que empezaban con el sopor de la clase de las tres y se prolongaban a la salida de la escuela cuando las calles se llenaban de juegos hasta que oscurecía.

Era el mes de los primeros pantalones cortos que descubrían nuestras piernas flacas llenas de invierno; en nuestro inventario infantil los pantalones cortos eran el anuncio de que pronto dejaríamos de tener que ir al colegio por las tardes y de que el verano estaba a la vuelta de la esquina.

Mayo era el mes de los gusanos de seda, cuando las casas se llenaban de cajas de zapatos con las tapas agujereadas y la Rambla se transformaba en el gran escenario de los recolectores de hojas de mora. Había quien por pereza en vez de hojas de mora le echaba lechuga, pero no se criaban igual. Tener gusanos era una ilusión infantil y los niños, en aquellas semanas, compartían sus emociones cuando empezaban a crecer, cuando formaban los capullos y cuando aparecían las primeras mariposas cargadas de huevos.

Era el mes de las mayas que pedían desde las ventanas, y el de las cruces que formaban parte de una identidad de barrio, ajenas todavía al centro de la ciudad y a su carácter comercial.

El Ayuntamiento organizó en 1970 un concurso oficial de cruces, y un año después, la participación se extendió por todos los distritos de la ciudad. En 1971 el ganador, Rogelio Sevilla Salmerón, de las 500 Viviendas, se llevó un premio de dos mil quinientas pesetas.

Aquel año un grupo de jóvenes vinculado a la cofradía de Estudiantes, y sobre todo al entorno de la Catedral, armó una cruz de mayo en el claustro, que entonces era un universo aparte, un lugar de retiro donde iban los niños del barrio a jugar a escondidas de don Perfecto, el sacristán de la iglesia.

La cruz de Estudiantes surgió como un juego, como una forma de entretenimiento, como un adorno, pero acabó convirtiéndose en el germen de una moda que se instalaría para quedarse unos años después. La instalación de cruces se fue extendiendo y con la llegada de la juventud a las hermandades la fiesta se fue convirtiendo también en un negocio. Después llegaron las cervezas y las tapas y la revolución de las sevillanas, que se colaron en nuestros patios y llenaron la ciudad de aspirantes a bailarinas.